jueves, 11 de junio de 2009

Qué cosas

Me atrajo un nick curioso, la firma accidental de un comentario perdido en fotolog. De ahí pasé a ver fotos anónimas y, sin darme demasiada cuenta, me fui aproximando a ellos a través de las profundidades cibernéticas, no tanto por su físico -atractivo, ciertamente-, ni por su indiscutible juventud, sino sobre todo por la complicidad que detecté en sus miradas. Y por sus sonrisas libres, que con la osadía inconsciente propia de los últimos resquicios de la adolescencia, parecen decirte que el mundo, que el futuro, puede esperar.
Descubrí en esos semblantes traviesos la misma complicidad que yo busqué sin éxito cuando tenía su edad. Yo lo tuve todo, menos eso.
Cómo duelen determinadas ausencias. Y cómo necesité durante aquella época un confidente con quien compartir intensas noches, secretos, interminables conversaciones sobre sexo y momentos duros.
Así, me convertí en un voyeur de sus vidas, atraído por esa primera juventud que a mí me habría gustado vivir. Testigo anónimo, terminé sucumbiendo a aquel espionaje e infringí mi propio pacto de invisibilidad; me involucré en esas existencias ajenas, surgí junto a ellos.
No era mi intención -sí mi culpa-, pero sucedió.
En mi cómodo y organizado presente se materializaban momentos distintos, imprevisibles, absurdos. Un soplo de aire fresco que agitaba mi realidad cotidiana.
Recuperé las madrugadas y el riesgo. Y la irresponsabilidad.
Esta noche, durante la cena -en un restaurante caro, por supuesto-, entre risas y rodeado de buenos amigos, me sentiré una persona afortunada. Sin embargo, con una copa de vino en la mano, no podré evitar dirigir una disimulada mirada de refilón hacia la puerta. A través de los cristales, a cierta distancia, imaginaré a esos dos chicos en otro restaurante -tal vez más sencillo-, a la misma hora, compartiendo bien acompañados una entrañable velada. La velada que a mí me hubiera gustado disfrutar a su edad.
Brindaré por ellos -en secreto-, mientras me dejo embargar por una extraña nostalgia; la que se siente por aquello que no se vivió.

lunes, 12 de enero de 2009

lunes, 29 de diciembre de 2008

VELADAS A MEDIA LUZ

Algo tiene la noche que induce a las confidencias, a las conversaciones susurrantes, a las miradas cómplices. Tal vez se trate de ese silencio absorto que va adueñándose de la ciudad dormida –qué sugerente el paisaje salpicado del resplandor de luces ajenas-, o de la penumbra que otorga a la escena un sugestivo halo clandestino. No lo tengo claro. Quizá el secreto radique, por el contrario, en la soledad que parece emanar de cada rincón cuando llegan las horas oscuras. Es probable. En cualquier caso, por la noche, en los mágicos instantes de la madrugada, cuando se abre esa otra realidad a la que pertenecemos los noctámbulos y los insomnes, apetece hablar, compartir sueños y miedos, confesar secretos.



Algunos de los mejores recuerdos que atesoro pertenecen a ese tipo de momentos: conversaciones a media luz, o incluso a oscuras. Veladas entre amigos, ambiente apacible, charlas que se prolongan hasta el amanecer y que abarcan desde simpáticas frivolidades hasta los temas más trascendentes. En dormitorios, en una tienda de campaña, en salones y cocinas, en un jardín, en un parque, en un coche, en la playa. Como denominador común, la noche. Y la buena compañía. Es un clima especial, muy distinto al que se crea con la pareja.





Este pasado verano tuve la ocasión de permanecer así, de madrugada, sentado sin prisa en un banco de una plaza mientras escuchaba o intervenía en medio de un grupo muy joven. Unas circunstancias cotidianas que, sin embargo, a mí me resultaron reveladoras. Sirvieron para recordarme lo mucho que yo había disfrutado en situaciones así. Y, sobre todo, para descubrir el tiempo que hacía que no había vuelto a repetirlas, enfrascado en el ritmo traicionero de mi propia vida. ¿Cuánto hacía que no dormía en casa de un amigo, o que me olvidaba del reloj hablando a altas horas de la noche? Uno se va volviendo adulto casi sin percatarse, y ya con vivienda propia y bajo el yugo implacable de la agenda profesional se acaban esas encantadoras veladas compartiendo dormitorio y hablando hasta las tantas en pijama o calzoncillos. Yo he sido muy feliz en momentos así, momentos en los que el sexo quedaba en segundo plano, rodeado de amigos cómplices y la libertad absoluta de la noche.








En viajes recientes he podido disfrutar de entrañables charlas nocturnas junto al mar (a las que pertenece la primera foto) y tertulias infinitas en terrazas, lo que unido a este último verano un poco loco me ha devuelto el ánimo de recuperar esas vivencias, de no dejarme arrastrar por el estrés o la excesiva seriedad. Ayer mismo, un amigo que lo está pasando mal se quedó a dormir en mi casa, y después de varias horas charlando sobre lo humano y lo divino en la galería –él fumando, yo con una copa-, con música de fondo, terminamos durmiendo en la misma cama (como veis en la foto, es amplia; no hubo sexo, que conste). Fue genial.

Intuyo que se trata de la misma atmósfera que me impulsa a escribir a estas horas en un blog anónimo. Y eso que lo cibernético nunca podrá sustituir al encanto real de las miradas, de las caricias amistosas, de los susurros, de los abrazos y los besos. Y del murmullo acompasado del amigo que duerme junto a ti.

viernes, 26 de diciembre de 2008

ARMONÍA FAMILIAR


El momento álgido de la cena familiar de esta Nochebuena tuvo lugar cuando C, mi hermano mayor, levantó la copa para dirigir un brindis (Nota: la foto pertenece a otro momento y lugar, no penséis que brindamos con caipirinhas en Navidad). Todos, puestos en pie, secundamos el gesto, imaginando las típicas palabras de índole navideña.
En efecto, al principio el cauce del mensaje fue el previsible, pero pronto sus palabras tomaron un giro inesperado que logró una asombrosa unanimidad en la atención del resto de los presentes:
“Y por nuestra boda (mi hermano miraba a su novia, junto a él), que tendrá lugar el 5 del 5 de 2010”. Y sonrió.
Toma sorpresa.
Durante unos instantes de absoluto silencio, con las copas de champán en alto, casi pudo percibirse cómo todos procesábamos aquel final, tan “novedoso” en un brindis convencional. Mi madre, ágil y diplomática, se apresuró entonces a felicitarles y a dar a la chica la bienvenida a nuestra familia, lo que nos ayudó a los demás a superar el estupor inicial y participar de las felicitaciones.
A pesar de la efusividad reinante, yo había tenido tiempo de asistir a la primera reacción de mi madre –esa que todos tenemos antes de que las convenciones y la educación la enmascaren-, un fugaz aunque elocuente fruncimiento de ceño. A ella la novia de mi hermano –divorciada con una hija, mayor y con una situación personal delicada- no le convence. Pero lo disimula con bastante acierto, consciente de que manifestar su desacuerdo solo empeoraría las cosas.
Mi hermano C no parece haber tenido suficiente protagonismo, y vuelve a intervenir:
“Ya que del resto de los hermanos ninguno parece decidido a casarse (nos mira), tengo que hacerlo yo por segunda vez”. (Y se ríe).
Desde luego no será fácil que a corto plazo haya más bodas -al menos con mujeres-, teniendo en cuenta que de los tres hermanos que quedamos solteros dos somos gays y el tercero un mujeriego impenitente. Y C también acierta al aludir a su segunda boda: se divorció hace un año y tiene una hija, mi sobrina A.
Bonito panorama.
¿Superará mi madre (que ya lo pasó fatal con la separación de C) una boda por lo civil?
Pero nadie pierde la compostura, claro. Otras familias son más pasionales a la hora de vivir los problemas y no dudan en sacar los trapos sucios a la menor ocasión provocando auténticas batallas. No es nuestro caso. La cena resulta de lo más apacible, porque todo el mundo mantiene las formas. Por nuestras miradas circulan secretos que no trascienden. Como consecuencia de una educación repleta de tabúes no estamos acostumbrados a compartir con nuestros padres los problemas, las dudas, las decisiones. La ventaja es que habitualmente la atmósfera que se respira en nuestras reuniones familiares es por ello muy tranquila. Lo trágico, sin embargo, es que mis padres están sentados ante cuatro desconocidos y no se dan cuenta.
Si los cuatro hermanos nos pusiéramos a contar lo que nuestros papás no saben… Yo podría aludir a las chicas que F se ha follado en el trastero de la casa paterna, a su espectacular colección de porno lésbico o a las diferentes novias que ha tenido simultáneamente; también podría homenajear a los soldados y no soldados que J se ha cepillado indiscriminadamente, o a su último novio madrileño que resultó que era chapero (él insiste en que no lo sabía, en fin…); incluso podría hacer referencia a ciertos hechos “oscuros” de la trayectoria sentimental de mi hermano mayor, un verdadero depredador heterosexual desde que tenía 13 años, con posibilidad no confirmada de abortos… Sí, podría hablar de todo eso.
Y ellos, claro, podrían contraatacar sacando a la luz mi programado turismo sexual aprovechando viajes con mi madre, o mi afición en el pasado a subirme chicos a casa de mis padres cuando estos se encontraban durmiendo la siesta y echar maravillosos polvos en mi habitación. Por ejemplo.
Menos mal que ni siquiera mis hermanos conocen las guarradas que hacía con el hijo heterosexual de los vecinos de rellano de mis padres, ni que me folló el hijo nadador de un matrimonio amigo de la familia, al que conduje al mismo trastero donde mi hermano Fernando se divertía con sus amiguitas… No, no saben nada de eso. Ni tampoco están al tanto de mi marcado fetichismo hacia la ropa interior, por ejemplo.
Menos mal.
Eso sí; cuando nos reunimos en familia, ofrecemos la estampa perfecta de una familia católica, apostólica y romana. Y eso es lo que cuenta, ¿no?

martes, 23 de diciembre de 2008

EL ROMANTICISMO DE LO QUE NO FUE

Cuando uno rastrea en su memoria todas las historias sentimentales y/o sexuales que ha protagonizado, surge de improviso una serie de episodios de difícil catalogación: aquellas ocasiones que se han vivido en las que pudo suceder algo y que, no obstante, se quedaron en eso, en meras promesas de aventuras que no llegaron a materializarse.

¿Y por qué, si tan solo se trata de fugaces espejismos, de accidentales casualidades que no prosperaron, se mantienen sin embargo en nuestros recuerdos con tal viveza? Otras imágenes mucho más potentes -hermosos cuerpos que sí hemos acariciado, habitaciones de hotel donde flotó el eco de nuestros gemidos, cristales empañados con el vaho del deseo mutuo- no logran eclipsar, curiosamente, esas otras historias, simples bocetos sin final. ¿Por qué se han quedado ahí esos capítulos inconclusos, alojados en nuestra mente, como mudas recriminaciones de experiencias que de algún modo nos perdimos?

El transcurso del tiempo tampoco consigue anular esas recreaciones, al contrario; las envuelve de un halo misterioso, casi legendario, que todavía mitifica más la silueta que no pudimos hacer nuestra durante el único instante en que se cruzó en nuestro camino. Conforme el malogrado encuentro va quedando atrás, idealizamos al desconocido, al lugar, a las circunstancias que hicieron imposible un desenlace. El mágico magnetismo de lo que no se pudo conseguir...

... y que jamás nos concederá una segunda oportunidad. Este último ingrediente resulta imprescindible para alcanzar el romanticismo que defiendo en este tipo de escenas: es necesario que alberguemos la convicción de que lo que no pudimos aprovechar se ha perdido para siempre; si el recuerdo no tiene esa naturaleza irreversible, pierde fuerza. Dicho de otro modo: las circunstancias que rodean el encuentro tienen que ser irrepetibles. De ahí que a menudo este tipo de episodios a los que estoy aludiendo se produzcan en el transcurso de viajes lejos de casa.

Tal vez estos cruces desaprovechados compartan el mismo origen de las grandes tragedias amorosas, tipo Romeo y Julieta. En el fondo, romances imposibles: por el tiempo, por la distancia... o porque no supimos reaccionar a tiempo.

Me ocurrió hace dos años en Hyde Park, Londres, cuando caminaba en compañía de mi madre. Un chico muy atractivo -y muy inglés- se me quedó mirando con esa insistencia tan elocuente entre los gays. El mensaje me resultó tan seductor que regresé en cuanto pude. Pero él ya no estaba. En ese preciso instante tuve claro que nunca nos volveríamos a ver, aunque aún me atreví a buscarlo esa misma noche por la discoteca Heaven. Acabé olvidando sus facciones en los brazos de otro inglés -no fue mal consuelo-, siquiera por unas horas.

Hoy, cuando me acuerdo de él, no puedo evitar imaginar los detalles de su vida que habría compartido conmigo -o quizá no, una vez satisfecho su apetito-de haber podido conocernos. Y hace poco, en México, me sucedió algo parecido que contaré en la próxima actualización.

En cualquier caso, qué románticos resultan esos cruces anónimos con su horizonte nebuloso... la ausencia de final los mantiene sin contaminar, como cristalizados. Lo que ahorra, con toda certeza, más de una decepción.