martes, 23 de diciembre de 2008

EL ROMANTICISMO DE LO QUE NO FUE

Cuando uno rastrea en su memoria todas las historias sentimentales y/o sexuales que ha protagonizado, surge de improviso una serie de episodios de difícil catalogación: aquellas ocasiones que se han vivido en las que pudo suceder algo y que, no obstante, se quedaron en eso, en meras promesas de aventuras que no llegaron a materializarse.

¿Y por qué, si tan solo se trata de fugaces espejismos, de accidentales casualidades que no prosperaron, se mantienen sin embargo en nuestros recuerdos con tal viveza? Otras imágenes mucho más potentes -hermosos cuerpos que sí hemos acariciado, habitaciones de hotel donde flotó el eco de nuestros gemidos, cristales empañados con el vaho del deseo mutuo- no logran eclipsar, curiosamente, esas otras historias, simples bocetos sin final. ¿Por qué se han quedado ahí esos capítulos inconclusos, alojados en nuestra mente, como mudas recriminaciones de experiencias que de algún modo nos perdimos?

El transcurso del tiempo tampoco consigue anular esas recreaciones, al contrario; las envuelve de un halo misterioso, casi legendario, que todavía mitifica más la silueta que no pudimos hacer nuestra durante el único instante en que se cruzó en nuestro camino. Conforme el malogrado encuentro va quedando atrás, idealizamos al desconocido, al lugar, a las circunstancias que hicieron imposible un desenlace. El mágico magnetismo de lo que no se pudo conseguir...

... y que jamás nos concederá una segunda oportunidad. Este último ingrediente resulta imprescindible para alcanzar el romanticismo que defiendo en este tipo de escenas: es necesario que alberguemos la convicción de que lo que no pudimos aprovechar se ha perdido para siempre; si el recuerdo no tiene esa naturaleza irreversible, pierde fuerza. Dicho de otro modo: las circunstancias que rodean el encuentro tienen que ser irrepetibles. De ahí que a menudo este tipo de episodios a los que estoy aludiendo se produzcan en el transcurso de viajes lejos de casa.

Tal vez estos cruces desaprovechados compartan el mismo origen de las grandes tragedias amorosas, tipo Romeo y Julieta. En el fondo, romances imposibles: por el tiempo, por la distancia... o porque no supimos reaccionar a tiempo.

Me ocurrió hace dos años en Hyde Park, Londres, cuando caminaba en compañía de mi madre. Un chico muy atractivo -y muy inglés- se me quedó mirando con esa insistencia tan elocuente entre los gays. El mensaje me resultó tan seductor que regresé en cuanto pude. Pero él ya no estaba. En ese preciso instante tuve claro que nunca nos volveríamos a ver, aunque aún me atreví a buscarlo esa misma noche por la discoteca Heaven. Acabé olvidando sus facciones en los brazos de otro inglés -no fue mal consuelo-, siquiera por unas horas.

Hoy, cuando me acuerdo de él, no puedo evitar imaginar los detalles de su vida que habría compartido conmigo -o quizá no, una vez satisfecho su apetito-de haber podido conocernos. Y hace poco, en México, me sucedió algo parecido que contaré en la próxima actualización.

En cualquier caso, qué románticos resultan esos cruces anónimos con su horizonte nebuloso... la ausencia de final los mantiene sin contaminar, como cristalizados. Lo que ahorra, con toda certeza, más de una decepción.

3 comentarios:

  1. me he dormido en el tercer parrafo.
    en el sexto parecia que se me abria un ojo, pero...
    falsa alarma.


    zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz

    ResponderEliminar
  2. Hola
    Acabo de ver tu comentario en mi blog. Gracias por pasarte por allí y comentar. De los autores que mencionas, si no me equivoco, lo tengo todo, pero gracias de todas maneras. Un saludo

    ResponderEliminar
  3. Leerte me ha recordado a algunas historias mías parecidas y no sé cómo será pero nunca dejas de pensar 'y sí...' Un abrazo!

    ResponderEliminar