Algo tiene la noche que induce a las confidencias, a las conversaciones susurrantes, a las miradas cómplices. Tal vez se trate de ese silencio absorto que va adueñándose de la ciudad dormida –qué sugerente el paisaje salpicado del resplandor de luces ajenas-, o de la penumbra que otorga a la escena un sugestivo halo clandestino. No lo tengo claro. Quizá el secreto radique, por el contrario, en la soledad que parece emanar de cada rincón cuando llegan las horas oscuras. Es probable. En cualquier caso, por la noche, en los mágicos instantes de la madrugada, cuando se abre esa otra realidad a la que pertenecemos los noctámbulos y los insomnes, apetece hablar, compartir sueños y miedos, confesar secretos.
Algunos de los mejores recuerdos que atesoro pertenecen a ese tipo de momentos: conversaciones a media luz, o incluso a oscuras. Veladas entre amigos, ambiente apacible, charlas que se prolongan hasta el amanecer y que abarcan desde simpáticas frivolidades hasta los temas más trascendentes. En dormitorios, en una tienda de campaña, en salones y cocinas, en un jardín, en un parque, en un coche, en la playa. Como denominador común, la noche. Y la buena compañía. Es un clima especial, muy distinto al que se crea con la pareja.
Este pasado verano tuve la ocasión de permanecer así, de madrugada, sentado sin prisa en un banco de una plaza mientras escuchaba o intervenía en medio de un grupo muy joven. Unas circunstancias cotidianas que, sin embargo, a mí me resultaron reveladoras. Sirvieron para recordarme lo mucho que yo había disfrutado en situaciones así. Y, sobre todo, para descubrir el tiempo que hacía que no había vuelto a repetirlas, enfrascado en el ritmo traicionero de mi propia vida. ¿Cuánto hacía que no dormía en casa de un amigo, o que me olvidaba del reloj hablando a altas horas de la noche? Uno se va volviendo adulto casi sin percatarse, y ya con vivienda propia y bajo el yugo implacable de la agenda profesional se acaban esas encantadoras veladas compartiendo dormitorio y hablando hasta las tantas en pijama o calzoncillos. Yo he sido muy feliz en momentos así, momentos en los que el sexo quedaba en segundo plano, rodeado de amigos cómplices y la libertad absoluta de la noche.
En viajes recientes he podido disfrutar de entrañables charlas nocturnas junto al mar (a las que pertenece la primera foto) y tertulias infinitas en terrazas, lo que unido a este último verano un poco loco me ha devuelto el ánimo de recuperar esas vivencias, de no dejarme arrastrar por el estrés o la excesiva seriedad. Ayer mismo, un amigo que lo está pasando mal se quedó a dormir en mi casa, y después de varias horas charlando sobre lo humano y lo divino en la galería –él fumando, yo con una copa-, con música de fondo, terminamos durmiendo en la misma cama (como veis en la foto, es amplia; no hubo sexo, que conste). Fue genial.
Intuyo que se trata de la misma atmósfera que me impulsa a escribir a estas horas en un blog anónimo. Y eso que lo cibernético nunca podrá sustituir al encanto real de las miradas, de las caricias amistosas, de los susurros, de los abrazos y los besos. Y del murmullo acompasado del amigo que duerme junto a ti.
MUSICA PARA TRIBU SILENT OCTUBRE 23
Hace 6 meses